lunes, 1 de agosto de 2011

La Semilla del Odio Parte Tres

Expulsión y emancipación

INMIGRANTES JUDÍOS pasean por Herter Street, Nueva York, Fotografía de finales del siglo XIX
Pero la gran conmoción vino dada por la expulsión de España y Portugal a finales de siglo, en aras de una supuesta unidad política y religiosa. La mayor parte de los que huyeron fueron acogidos en territorios bajo dominio turco, donde formaron comunidades importantes, como la de Salónica. Otros prefirieron instalarse en los Países Bajos. La emigración generó una honda división en el seno del judaísmo. Por un lado estaban los que procedían de la península ibérica, o sefarditas (de Sefarad, España en hebreo), predominantes en la cuenca del Mediterráneo. Por otro, los que habitaban la Europa central y oriental, o asquenazíes ( de Azhkenaz, Alemania).
Las transformaciones religiosas y sociales propiciadas por la Reforma y la Contrarreforma contribuyeron muy poco a serenar el ánimo de los europeos, con negativas repercusiones para los judíos del centro del continente.
El propio Martín Lutero, tras intentar en vano atraérselos, publicó a mediados del s. XVI el que para algunos es el primer texto de antisemitismo moderno: Contra los judios y sus mentiras. En él proponía, entre otras cosas, su expulsión y la quema de sinagogas. Esto se hizo realidad en Sajonia, cuyos israelitas se unieron a los que desde otros puntos marchaban hacia el este de Europa. Allí se multiplicaron, pero revivieron las masacres de otros tiempos, como la provocada por el comandante cosaco Bogdan Chmielnitzki en el s. XVII,causante de la desaparición de unas setecientas comunidades. Pese a todo, algo estaba cambiando. Un cierto crecimiento migratorio se producía en la Europa occidental, algo más tolerante, mientras los primeros grupos de judíos holandeses se asentaban en el Nuevo Mundo.
Se trataba de un judaísmo urbano y financiero que no habría de temer ya las antiguas masacres, pero que se hallaba en inferioridad de condiciones jurídico-políticas. Algunos pensadores ilustrados, como el alemán Gotthold E. Lessing, señalaron en el siglo XVIII lo anacrónico de su situación en una sociedad presidida por la razón. Curiosamente, Voltaire respondía en su Diccionario filosófico que se trataba del pueblo más abominable de la tierra.  Ciertas barreras segregacionistas comenzaban a tambalearse, aunque la masa popular seguía desconfiando de aquellos deicidas. La postura de abate Henri-Baptiste Grégoire es muy ilustrativa. Era defensor de su igualdad jurídica en la Asamblea Constituyente de la Francia revolucionaria, pero también los acusaba de relajamiento moral y aversión a otros pueblos. Finalmente en 1791, la Asamblea Nacional proclamaba la emancipación de todos los judíos de Francia. La fórmula se fue extendiendo por Europa al amparo de los ejércitos napoleónicos.
EL ESCRITOR FRANCÉS Édouard Drumont, autor del ensayo antisemita "La Francia judía".
En el siglo XIX comportó la igualdad legal para los judíos de la Europa occidental, no sin vaivenes y oposición, mientras en Rusia continuaban pogromos como los gravísimos de 1881. Conversos o no, pero ávidos de una plena participación en la vida pública, numerosos judíos se lanzaron a la escena social y económica de las naciones a las que creían pertenecer. Unos participaron en los movimientos de la segunda mitad del siglo, como Karl Marx. Otros triunfaron en las profesiones liberales y en los negocios, como los Rothschild o los Péreire. De pronto se hicieron demasiado visibles para el conjunto de la sociedad, que comenzó a recelar, instigada por los medios intelectuales y la prensa. La cuestión judía se desplazaba del ámbito religioso al político: ahora se les veía como extranjeros, como un peligro para la nación y la raza. El cientifistaEnsayo sobre la desigualdad de las razas del conde de Gobineau, proclamaba la inferioridad racial de semitas y negros, y sirvió de base para un alud de textos teñidos de racismo, como La victoria del judaísmo sobre el germanismo, del alemán Wilhelm Marr. Otros, como la Francia judía, del brillante polemista Édouard-Adolphe Drumont, acusaban a los israelitas de ser los causantes de la derrota ante Prusia y de poseer más de la mitad de la riqueza del país. Ahora se detestaba al judío por ser diferente y por su éxito, no por su religión.

La Semilla del Odio, Segunda Parte

Una época larga y oscura.

LA CIUDAD ALEMANA de Espira albergó en el siglo XI el primer gueto de judíos del que se tiene constancia.
Durante la Edad Media, los judíos se convirtieron en cabezas de turco de mil problemas. Su existencia pasó a depender no solo de la benevolencia de las autoridades, que con frecuencia toleraban los excesos del populacho como válvula de escape a las tensiones sociales, sino también del humor de sus propios vecinos, predispuestos a culpar de todo  mal a quien veían distinto. A la reiterada acusación de deicidio se sumaron la de profanar hostias consagradas y la perpetrar asesinatos rituales.
Se decía que los judíos raptaban a cristianos, cuya sangre, tras torturarlos, mezclaban con el pan ácimo para celebrar la Pascua. Es algo que ya quiso difundir Apión, gramático de la provincia romana de Egipto, en el siglo 1. El primer proceso por ese motivo se sitúa en la ciudad inglesa de Norwich en 1144, pero los casos se expandieron por toda Europa, como ocurrió en la localidad francesa de Blois en 1171 o, ya tardíamente, en la española La Guardia (Toledo), con un juicio en 1490. Estas sospechas, a las que las prédicas de los religiosos no resultaron ajenas, solían acabar con el asalto de las juderías y la consiguiente retahíla de saqueos y muertes.
El ambiente enfervorizado de las cruzadas estimuló el sentimiento de odio que los judíos concitaban, y del que fueron víctimas las comunidades por las que los caballeros pasaban en su marcha hacia Tierra Santa. Ello provocó una importante migración hacia Polonia y Lituania, y abundaría en la leyenda de que, a causa del deicidio, los hebreos habían sido condenados a vagar eternamente.
Para evitar los desmanes, el emperador Enrique IV proclamó la Paz Imperial a principios del siglo XII. En virtud de este edicto, ponía a los judíos bajo su amparo personal, aunque les prohibía llevar armas. Lo repetiría Federico II cien años después a cambio de restringir su movilidad. Dos siglos antes, en 1084, el obispo Rüdiger de Espira les había concedido su protección si aceptaban vivir en un barrio rodeado de muros que se cerraba por la noche. Es la primera constancia de un gueto, algo que proliferaría por toda Europa, con distinto nombre, antes de que se denominara de ese modo en la Venecia del siglo XVI.
Sin embargo, al margen de la violencia de origen religioso, existía otra mucho más larvada y no menos perniciosa. Una larga serie de prohibiciones, variables según el tiempo y lugar (como no poder ser soldados, ni abogados ni agricultores; no tener acceso a esclavos ni poder casarse con cristianos), condujeron a los judíos a la marginación social y a la especialización laboral. Por eso la mayor parte de sus comunidades estaba formada por comerciantes y profesionales, como artesanos y médicos, pero también por recaudadores de impuestos y prestamistas, dada la condena moral que pesaba sobre los cristianos que practicaban la usura. Más de una vez, algunos deudores aprovechaban los estallidos de violencia contra los judíos -si es que no los provocaban- para eliminar a incómodos acreedores. De la misma forma, reyes en apuros, como los franceses Felipe I en el siglo XI y Luis VII en el XII, promulgaron su expulsión temporal para confiscar sus bienes. Se convirtió en algo relativamente fácil de hacer, dado que diversos concilios, como el de Letrán o el de Oxford, ambos a principios del siglo XIII, obligaron a los judíos a llevar signos distintivos en la ropa, como un círculo amarillo.
Estas medidas no eran exclusivas de la Europa cristiana. Tras haber sufrido persecución en tiempos de los persas sasánidas (ss. III-VII), los califas Omar y Harum al—Raschid dispusieron que los judíos llevaran un lazo amarillo bien visible. Pese a ello, la tolerancia de los estados musulmanes era mayor, y sus restricciones más laxas, lo que permitió la eclosión de importantes comunidades judías en Damasco, Fez o Bagdad. Pero los buenos tiempos, al menos en el territorio islamico occidental, se esfumaron con la llegada de los fanáticos almorávides y almohades (ss XI y XII), que les persiguieron con saña. Así fue como tuvo lugar un regreso hacia los reinos cristianos hispanos, algo más benevolentes. Sin embargo, en la península ibérica solo hubo tolerancia, y no convivencia, salpicada por algún episodio brillante, como el de la Escuela de Traductores de Toledo durante el reinado de Alfonso X el sabio.
La mortandad de la peste negra a mediados del s. XIV ofreció nuevos argumentos a sus enemigos. Los judíos fueron acusados de envenenar las aguas para acabar con los cristianos, lo que provocó su expulsión definitiva de Francia en 1394, tal como había ocurrido en Inglaterra un siglo antes. No obstante, la Iglesia, con los dominicos al frente, nunca cejó en su empeño de convertirlos. La nueva estrategia utilizada fue la de las disputas, como la célebre de Tortosa, iniciado el s. XV, en la que doctos predicadores, algunos conversos, debatían con los rabinos acerca de la bondad de sus respectivas religiones. Las sesiones solían acabar con la retirada de los judíos ante las coacciones que sufrían. Esto conducía a determinado número de conversiones, más aparentes que reales, ante el saqueo de las juderías por masas enfervorizadas.
Continúa ….......

La Semilla del Odio Primera Parte

El ensayo histórico que aparece a continuación es obra del historiador Sergi Vich Sáez, publicado en la revista “Historia y Vida -Nº 520 – 07/2011″. En este ensayo el historiador aborda -la evolución del antisemitismo desde la antigüedad-. 
Comienza ….
Occitania es tierra de asilo. Los judíos lo saben bien.  A finales del siglo x, sus comunidades prosperan y conviven en paz con los gentiles. Pero cuando se aproxima la Semana Santa la situación sufre un brusco cambio. El Domingo de Ramos, los hebreos de Béziers se encierran en sus casas para evitar ser apedreados por sus propios vecinos. En Toulouse, cada Viernes Santo, un judío prominente es abofeteado con un guantelete de hierro frente a la catedral, en presencia del conde. Llegado el Domingo de Resurrección, la situación vuelve a la más absoluta normalidad. Como si nada hubiera ocurrido.
Nueve siglos más tarde, en la cosmopolita Viena del emperador Francisco José, se pone de moda que los caballeros lleven en la cadena del reloj la figura de un judío ahorcado. ¿Los motivos? Como en el caso anterior, varios y ninguno. Pero el fenómeno tiene ahora un nombre: antisemitismo. El término lo ha acuñado el pensador alemán Wílhelm Marr para amparar una ideología que propugna la inferioridad y malignidad de los judíos.
Para interpretar ejemplos como éstos es necesario echar un vistazo al devenir de este pueblo, que ha sabido conservar sus raíces desde una situación doblemente excepcional. No solo porque su existencia ha sido repetidamente puesta en entredicho, sino porque ha desarrollado más de la mitad de esa existencia fuera de su territorio de origen.

Los primeros hebreos

Se les supone un largo periplo por Oriente Próximo, pero la primera referencia a los hebreos se relaciona con el término habiru, que aparece en las fuentes del Imperio Medio egipcio (siglos XXI-XVII AEC) para designar a varias tribus de pastores nómadas y lengua semita que inestabilizan sus fronteras. Aun así, resulta difícil identificar a este pueblo con un nombre genérico, pero cuando el futuro patriarca Jacob, según relata el Génesis, fue rebautizado como Israel (“el que pelea con Dios”), sus descendientes pasaron a autodenominarse israelitas (“hijos de Israel”). En el Segundo Período Intermedio (ss. XVII-XVI AEC) algunos israelitas penetraron en el país del Nilo atraídos por sus posibilidades económicas, aunque eran mal vistos por la población. Esta animadversión creció durante el Imperio Nuevo (ss. XVI-XI AEC). hasta forzar su expulsión en tiempos del faraón Merneptah (s. XIII AEC). Pero durante el éxodo, Moisés estableció un pacto social y religioso sobre el que descansaría la posterior historia judía: La alianza de los israelitas con YHWH, el Di-s único, que llevaría al pueblo elegido a adquirir una conciencia nacional inextricablemente unida a su religión.

En algún momento del siglo XI AEC., las tribus israelitas deciden defenderse de ataques vecinos constituyéndose como reino, según la Biblia, con Saúl como soberano. A la muerte de éste tuvieron lugar problemas sucesorios, y David reinó inicialmente sobre la tribu de Judá antes de unificar el territorio por la fuerza. Su hijo Salomón inauguró un largo período de paz, caracterizado por el comercio, grandes obras publicas y la construcción del templo de Jerusalén. Pero la última parte del reinado salomónico estuvo marcado por la corrupción. Las tensiones afloraron tras la desaparición del Monarca. Su hijo Roboam, a mediados del siglo X AEC., vería partirse el territorio en dos: Israel en el norte y Judá en el sur. El primero existió como estado independiente hasta finales del s. VIII AEC., cuando cayó en manos de los asirios. Judá subsistió hasta principios del VI AEC., en que fue anexionado por el imperio babilonico.
Llegados a Canaán, los israelitas se lanzaron a la conquista de la Tierra prometida, dotándose de una monarquía que unificaría Israel, y convirtieron la ciudad jebusea de Jerusalén en su referente político, geográfico y místico. Sin embargo, no pudieron evitar los mismos avatares que las naciones circundantes: Las invasiones desde el este. El reino se dividió en dos estados: Israel y Judá, con capitales en Samaria y Jerusalén. Los habitantes de la primera fueron deportados por los asirios; los de la segunda, por los babilonios. Estos últimos regresaron a la tierra de Israel en tiempos del Rey persa Ciro II (s. VI AEC). Se les conoció como judíos, por ser la tribu de Judá la más numerosa. El término se aplicó desde entonces a todos los israelitas.
La sustitución de los persas por los helenos de Alejandro Magno (s. IV AEC) permitió que los sacerdotes gobernaran Judá (o Judea, en la variante griega) de forma casi autónoma. Pero no solo eso, también facilito que los comerciantes judíos se extendieran por toda la cuenca del Mediterráneo. Ocurriría a costa de un proceso de helenización, bien aceptado por las clases altas, pero furibundamente rechazado por el clero y el pueblo. La tensión llegó a su cúspide en el 168 AEC., con el asalto a Jerusalén por las tropas de Antíoco IV y la imposición del culto a Zeus en el templo. Tal sacrilegio provocó una revuelta dirigida por el clan de losMacabeos que dio lugar a una efímera independencia con la dinastía asmonea.  Su ultranacionalismo se manifestó en una feroz hostilidad hacia los impíos extranjeros, a los que se trataba con extrema dureza.Este fanatismo se contagio a las comunidades judías del exterior, que se encerraron en sí mismas, rehuyendo el trato con sus vecinos. Su férreo monoteísmo -una aberración para el politeísmo helenístico- y las sangrientas noticias que llegaban de Judea hicieron que los hebreos fueran vistos con recelo, cuando no con aversión. Pronto empezaron a circular las falsedades: que habían sido expulsados de Egipto por propagar la lepra, que adoraban una cabeza de asno… Todo ello, deformado y ampliado, fue difundido por diversos autores de la época hasta sentar opinión. El griego Diodoro Sículo (s. I AEC) anotó en su Biblioteca histórica: “Han elevado su odio a la humanidad al nivel de tradición”. La semilla del antisemitismo estaba plantada.

Roma, de pagana a cristiana

La llegada del general romano Pompeyo a Judea en 63 AEC.,  no supuso, en apariencia, un menoscabo de su autonomía (ya no independencia). Sin embargo, pronto se manifestó una profunda incomprensión. Los romanos, para quienes el culto a los dioses era también un hecho político, veían el monoteísmo judío como un acto de rebeldía. De la misma forma, abominaban de algunas de sus costumbres, como la circuncisión o la prohibición de comer carne de cerdo. Por lo demás, la incomprensión era mutua, y fue azuzada por sectas rigoristas en auge, como la de los zelotes. En adelante. las fuentes romanas hablaron de un pueblo antisocial y fanático, muy dificil de gobernar.  Sin embargo, el primer gran golpe a los hebreos llegó de Egipto.
Muchos judíos habían vuelto a las orillas del Nilo, con Alejandro y sus sucesores. La colonia de Alejandría, numerosa y próspera, conservaba ventajas fiscales que no habían sido revocadas por los romanos, por lo que era mal vista por los egipcios. En Roma, Calígula había sucedido a Tiberio, y el prefecto de Egipto, Avilio Flaco, temía ser cesado. Buscó congraciarse con el Emperador colocando su busto en las sinagogas, y ganarse a los alejandrinos prohibiendo el shabat, el día sagrado de la semana judía. Como era de esperar, los judíos se opusieron, y Flaco espoleó al populacho en su contra. Durante días, las casas hebreas fueron saqueadas y sus habitantes maltratados o asesinados. Corría el año 38 EC., Por primera vez, las vidas y propiedades habían sido victimas propiciatorias de un asunto puramente político. La fórmula cuajó. Tendría gran fortuna en la Rusia de los zares con el nombre de pogromo. La situación en Judea también empeoraba. La incomprensión reinante desembocó en dos sangrientas rebeliones que Roma aplastó. La primera se castigó con la expugnación de Jerusalén y la destrucción del templo por el emperador Tito en el año 70, y dio inicio a la diáspora. La segunda vio la aniquilación de la ciudad por las legiones de Adriano en 135 y la expulsión del resto de sus habitantes. Desde entonces (y hasta la creación del estado de Israel en 1948) los judíos pasaron a ser una minoría en el país. Mientras, había cobrado forma una nuevareligión: el cristianismo.

EL EMPERADOR TITO destruye el templo de Jerusalén en el 70EC- Cuadro de Poussin, c 1638
Las relaciones entre los rabinos y los seguidores  de Jesús iban a ser muy difíciles.  La Sinagoga veía en ellos una terrible apostasía (negación de fe) y los excluyó de sus comunidades. La respuesta fue contundente. Los padres de la Iglesia no presentaron al judaísmo como una religión afín, sino como una secta que había perpetrado el mayor de los delitos: el asesinato del autentico Mesías, Este concepto de deicidioque aparecería en el siglo II de la mano de autores cristianos como Justino y Melitón de Sardes, resultaría trascendental. Fue avivado mil veces hasta convertirse en la principal causa del antijudaismo popular en la Edad Media.
A medida que el cristianismo se convirtió en la religión mayoritaria del Imperio, las autoridades tomaron cada vez más en cuenta las recomendaciones de los concilios a la hora de limitar los derechos de judíos y paganos. Mucho más cuando el emperador Teodosio lo convirtió en religión oficial tras el Edicto de Tesalónica, en el 380. Lo sucedido en Callinicum es una buena prueba. Enardecidos por las prédicas de ltras la amonestación pública que recibió de Ambrosio, obispo de Milán. Pronto comenzaron las confiscaciones y los bautismos forzosos, como en Portus Magonis (Mahón) en 425. A los judíos se les presentaba ahora el dilema que les atenazaría a lo largo de siglos: ¿podían abjurar de su fe para salvar la vida? Las turbulencias políticas de los últimos tiempos del Imperio y las numerosas herejías en el seno de la Iglesia dejaron el antijudaismo en un segundo plano.  Su situación legal, aunque inferior a la del resto de ciudadanos, les permitía vivir, y a ese código se atuvieron los estados herederos de Roma, con una excepción: La Hispania visigoda. Allí, tras la conversión publica al catolicismo del rey Recaredo a finales del siglo VI, las prohibiciones sobre la minoría hebrea cayeron en cascada. La amenaza de la expulsión estaba a la orden del día. Solo el bautismo podía redimirlos.
Continuará............